Por José Steinsleger, La Jornada. Cuán vasto y profundo habrá sido el terrorismo de Estado en Argentina (1976-83), que sólo un par de años después del golpe militar la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) admitió el clima de inseguridad y miedo reinante en las redacciones del país rioplatense. Para entonces, la tarea de exterminio y ocultamiento había alcanzado sus objetivos. Sin contar las víctimas del calentamiento previo (gobierno constitucional y represivo de Isabel Martínez), 118 periodistas y escritores fueron asesinados o desaparecidos. El Big Brother mediático y los adalides criollos de la libertad de expresión no se dieron por enterados.
Periódicos centenarios como La Nación (1870), La Prensa (1869), entre otros de gran tirada de la segunda mitad del siglo pasado (Clarín, Crónica, La Opinión), acataron al unísono el comunicado militar número 19 que establecía penas de 10 años de reclusión “al que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar la actividad de las fuerzas armadas, de seguridad o policiales”.
Favorito de las clases medias, el editorial de Clarín dijo el día del golpe: La palabra presidencial (mensaje del general Videla) sin buscar aplausos anticipados ha fijado un rumbo apto para la solución de los problemas nacionales. En tanto La Nación (legendario vocero del medio pelo aristocrático) intituló el suyo con sobriedad: La edad de la razón.
El crimen pagó con creces. Por los servicios prestados, los militares traspasaron las acciones de la empresa mixta Papel Prensa SA a Clarín, La Nación y La Razón (1977). Felizota, doña Ernestina Herrera de Noble adoptó un par de niños. Sin embargo, a pesar de los emplazamientos legales de los organismos de derechos humanos, la justicia no ha podido dilucidar si los hijos de la dueña de Clarín son hijos de desaparecidos. Algo que, seguramente, para sus medios carece de importancia.
En una extraordinaria investigación acerca de la actitud de la prensa de la época, Eduardo Blaustein y Martín Zubieta precisan que la mayoría de las víctimas no fueron por haberse atrevido a publicar sus verdades "sino en su calidad de delegados sindicales o por su relación con organizaciones partidarias, de derechos humanos o político-militares" (Decíamos ayer, Ed. Colihue, 1998, p. 23).
Tal es la catadura de los grandes propietarios que hoy embisten contra la nueva ley de medios, promulgada por la presidenta Cristina Fernández el 9 de octubre pasado (ver artículo anterior, 14/10/09).
Kirchner ya tiene la ley de control de medios, tituló Clarín. O sea que frente a lo que es normal, legal y aceptado en cualquier país democrático, el propósito oficial de asignar las frecuencias radioeléctricas y establecer las condiciones que deben cumplir los dueños se califican de censura.
En descargo, Clarín publicó durante varios días un texto angelical intitulado 64 años creyendo en el país y construyendo medios argentinos. Empieza así: “Usted conoce Clarín. Somos un diario que nació en 1945 con una mirada nueva. La de ser un diario masivo y de calidad... Que privilegia la información y que desde lo editorial apuesta al desarrollo integral de la Argentina… Cuidando la independencia empresaria como reaseguro de la periodística”.
Continúa: “La paradoja es que en varios aspectos este proyecto se emparenta con la vocación de fragmentar y controlar que tenía la ley de la dictadura (¡sic!)… se imponen restricciones arbitrarias y alejadas de los ejemplos internacionales… desacreditar a los medios de comunicación como contrapeso de la democracia… Cuando las leyes son pensadas contra algunos, cuando el personalismo utiliza el poder del Estado y no encuentra freno en las instituciones, están en riesgo las garantías de todos”.
Cínicamente, el poder mediático argentino eligió el camino de la confrontación. ¿Debatir? Si lo hiciere, pondría al desnudo sus intereses corporativos. Cosa que trata con el eufemismo empresas periodísticas independientes, destinado a ocultar la realidad de un poder monopólico y oligopólico en manos de sólo cuatro empresas que absorben 84 por ciento de la demanda comunicacional.
El presidente de la Unión Cívica Radical, Gerardo Morales, observó que los principios que inspiran la nueva ley de medios “se basan en una teoría que tiene su basamento en la expansión del Estado”. Por su lado, el diputado Francisco de Narváez (consultar perfil en La Jornada, 1/7/09) aseguró que “la ley pretende controlar los medios de comunicación y la opinión pública”. Y aclarando que no la leyó, la comparó con el nuevo cuco del Big Brother: la política de comunicación chavista (sic).
En consonancia con algunos sectores de la izquierda elitista, ambos dirigentes esgrimieron la típica falacia liberal: medios de comunicación independientes del poder político. Como si frente a la apabullante dictadura mediática del capital monopolista, en Argentina, México y América Latina, el Estado no fuese la única fuerza política capaz de balancearlo.
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