Vigilar y castigar
Por Oscar R. González (*), Télam. El carácter extremo de la confrontación desatada por la derecha y sus expresiones políticas de superficie en contra del gobierno conlleva altos niveles de coacción sobre la independencia de las fuerzas políticas y organizaciones económicas, gremiales y sociales, toda vez que desde los medios de comunicación hegemónicos se instala una opción binaria totalizante: o se es un oficialista irredimible, dispuesto a aplaudir todo lo que emane de la Casa Rosada, o se es un opositor que resiste por todos los medios cuanto de allí provenga.
Este reduccionismo brutal ha llegado incluso a inventar una categoría descalificadota, cuya matriz deviene del mundo de la droga: “kirchnerista adicto”, aplicable tanto a intelectuales, como a dirigentes sindicales, artistas, científicos o periodistas. Esa lógica con espíritu de ultimátum sobrevuela la circunstancial confluencia opositora en el Parlamento, donde cierta voluntad común de acorralar al gobierno e impedir el
desarrollo de su gestión, logra por momentos disimular el antagonismo entre concepciones políticas e ideológicas divergentes como es el caso del menemismo residual y algunos sobrevivientes de la diáspora progresista.
De esta manera, “la oposición” termina siendo, en largos tramos del debate parlamentario, un mosaico emparchado apenas por el encono y el ánimo disolvente que abreva en los monólogos periodísticos destituyentes.
Son esos medios los que se encargan de vigilar y castigar toda lealtad a los principios o simplemente cualquier propuesta razonable de las fuerzas de signo renovador, mientras se premia con centimetraje y visibilidad a quienes se suman al coro de la derecha.
Se trata, claramente, de un intento por evitar una confluencia que, lejos de la cooptación o la subordinación, permite avanzar en iniciativas superadoras que evaden el núcleo fundamentalista de la reacción, tal como sucedió en el debate de algunos temas estratégicos, como la reestatización del sistema previsional, la recuperación de Aerolíneas, la ley de Medios Audiovisuales y la Asignación Universal por Hijo. Todas esas normas reflejaron una elevación de la lucha política por encima de las parcialidades partidarias y sirvieron incluso para rescatar del olvido propuestas inscriptas desde hace años como estandartes de sectores que luego se encaminaron a la oposición.
Ahora que asoman nuevas iniciativas parlamentarias como la equiparación de derechos de las parejas homosexuales o el nuevo régimen para las entidades financieras, surgen oportunidades para recuperar esa experiencia y proyectarla. Ello implica una comprensión estratégica de cuál es el papel de la izquierda y el progresismo en esta etapa de la historia política argentina.
No se trata de cuestionar la legítima ambición electoral de cada fuerza sino de abandonar la creencia, típica de cierto izquierdismo dogmático tradicional, de que la acumulación en ese terreno será a costa de cuánto se le quite al vecino y no del avance general, político y organizativo, de un movimiento democrático de base amplia y plural que defienda a rajatabla lo conquistado, lo haga perdurable y vaya por más igualdad, solidaridad y ciudadanía.
(*) Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional. Ex diputado nacional por el Partido Socialista.
Este reduccionismo brutal ha llegado incluso a inventar una categoría descalificadota, cuya matriz deviene del mundo de la droga: “kirchnerista adicto”, aplicable tanto a intelectuales, como a dirigentes sindicales, artistas, científicos o periodistas. Esa lógica con espíritu de ultimátum sobrevuela la circunstancial confluencia opositora en el Parlamento, donde cierta voluntad común de acorralar al gobierno e impedir el
desarrollo de su gestión, logra por momentos disimular el antagonismo entre concepciones políticas e ideológicas divergentes como es el caso del menemismo residual y algunos sobrevivientes de la diáspora progresista.
De esta manera, “la oposición” termina siendo, en largos tramos del debate parlamentario, un mosaico emparchado apenas por el encono y el ánimo disolvente que abreva en los monólogos periodísticos destituyentes.
Son esos medios los que se encargan de vigilar y castigar toda lealtad a los principios o simplemente cualquier propuesta razonable de las fuerzas de signo renovador, mientras se premia con centimetraje y visibilidad a quienes se suman al coro de la derecha.
Se trata, claramente, de un intento por evitar una confluencia que, lejos de la cooptación o la subordinación, permite avanzar en iniciativas superadoras que evaden el núcleo fundamentalista de la reacción, tal como sucedió en el debate de algunos temas estratégicos, como la reestatización del sistema previsional, la recuperación de Aerolíneas, la ley de Medios Audiovisuales y la Asignación Universal por Hijo. Todas esas normas reflejaron una elevación de la lucha política por encima de las parcialidades partidarias y sirvieron incluso para rescatar del olvido propuestas inscriptas desde hace años como estandartes de sectores que luego se encaminaron a la oposición.
Ahora que asoman nuevas iniciativas parlamentarias como la equiparación de derechos de las parejas homosexuales o el nuevo régimen para las entidades financieras, surgen oportunidades para recuperar esa experiencia y proyectarla. Ello implica una comprensión estratégica de cuál es el papel de la izquierda y el progresismo en esta etapa de la historia política argentina.
No se trata de cuestionar la legítima ambición electoral de cada fuerza sino de abandonar la creencia, típica de cierto izquierdismo dogmático tradicional, de que la acumulación en ese terreno será a costa de cuánto se le quite al vecino y no del avance general, político y organizativo, de un movimiento democrático de base amplia y plural que defienda a rajatabla lo conquistado, lo haga perdurable y vaya por más igualdad, solidaridad y ciudadanía.
(*) Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional. Ex diputado nacional por el Partido Socialista.
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