La despedida
La Plaza de Mayo, el 9 de diciembre. | AP
Lucía Álvarez | Anfibia
▪ La locutora anuncia el comienzo del acto de la presidenta. Javier, Nora y otros miles se preparan para esa última escucha en estricto silencio. Un padre sube a su hija a los hombros mientras una mujer se trepa a la Pirámide; la ayuda un morocho sin camisa, que suelta el fernet para tomarle la mano. Un dark de borceguís y bermudas negras abraza a su novio, y al lado de ellos, una señora empieza a lagrimear de antemano. De fondo, la multitud agita al canto de: “Argentina, Argentina”, “Patria sí; colonia, no”, “Mauricio Macri la puta que te parió”. Es la antesala para un himno que se recibe con coros, saltos y la V de Victoria.
Hay algo de otro tiempo, casi de los
orígenes, que sobrevuela en esta tarde del miércoles 9 de diciembre, en la
Plaza de Mayo, a horas de un cierre. Porque las que llegan no son solo columnas
organizadas sino más bien personas. Familias, amigos, parejas. Se reencuentran
para una despedida pero también buscando una manera de reinventarse. Y como en
los orígenes, hay algo de abismo en esa tarea, en el desafío de crear y ya no
solo sostener. La Plaza es, nuevamente, el escenario histórico de esta
mutación. En una foto sacada desde arriba, se verá desbordante y luminosa.
Esa diversidad había estado presente en el
tramo final de las elecciones. La campaña invertebrada fue impulso de un
kirchnerismo sin contornos, un nosotros cada vez más difícil de definir.
Kirchnerismo que volvía a ser más sociedad que Estado. El “uno a uno” y el
“boca en boca” recuperaron miles de relatos y de experiencias sobre la década.
Por eso, ahora, esta despedida es tan contradictoria como el propio
kirchnerismo: mezcla de melancolía, miedo, bronca, especulación y
felicidad.
A semanas de la derrota electoral y a un
día de la asunción de Mauricio Macri, entre los que van llegando hay
preocupación por un futuro que imaginan áspero y hostil. También hay críticas y
tensiones internas, pero permanecerán guardadas, por lo menos un día más.
Porque lo que importan hoy son esas ganas, casi incontinentes, de encontrarse.
De saberse un conjunto.
La concurrencia no se sometió a ninguna
duda a pesar de las tensiones por el traspaso, de las injerencias judiciales y
de la decisión de una parte de la dirigencia de convocar a la Plaza, el “6, 7,
8, y el 9 y el 10 también”.
La gente llega desde temprano al mediodía
en un hormigueo que no se detendrá hasta la noche. Las primeras, son las
organizaciones: el Movimiento Evita, la JP, la Cámpora, la Tupac Amaru. Pero no
serán las banderas las protagonistas. Más bien será ese desorden de cuerpos,
plasmándose unos contra otros, sin importar el calor ni el roce. Esa marea que
avanzará hacia la Casa Rosada, como si esa cercanía les garantizara un ingreso
en la Historia. Cuando la Plaza esté rebosante, cruzar la calle Bolívar será
una odisea. El paso se trabará con cada objeto: estaciones de subte, faroles,
parrillas, camionetas y cámaras. Dolerán las piernas.
Pero ahora todavía no. Ahora, los primeros
en llegar, disfrutan viendo cómo se cubren los espacios vacíos. Justo frente al
Cabildo, Rogelio Morales, profesor de historia de 80 años posa para las fotos
con Carlos, su alumno, veinte años más joven. Del cuello de Rogelio cuelga un
recorte de Tiempo Argentino, un homenaje a Néstor Kirchner. Es peronista desde
el levantamiento del General Juan José Valle, en junio de 1956. Le duele el
resultado, le teme al gorilismo, pero no deja de sonreír: “Fueron los mejores
doce años. Nunca pensé que iba a vivir algo así”, dice y la sonrisa le acentúa
aún más los surcos de la cara.
No es la primera vez que profesor y alumno
van juntos a la Plaza. Estuvieron en 1974, cuando Perón los expulsó por
“imberbes” y “estúpidos”, y también en las Pascuas de 1987, para defender al
Gobierno de Raúl Alfonsín.
—Al peronismo no le interesa voltear a
nadie, es algo que aprendimos hace mucho tiempo. Eso de joder con el poder es
muy Montonero. Cuando jodimos con eso, nos costó la vida de 30 000 compañeros
–dice Carlos.
Detrás, pasa el radical Leopoldo Moreau.
Los dos lo saludan, lo palmean, lo festejan.
—Así nació el peronismo, construyendo
transversalmente. Si no, nos convertimos en troskos. Nosotros no podemos
segregar, porque la política es unir —agrega, esbozando una crítica que no
quiere terminar de desarrollar porque “está todo muy caliente” y porque “hay
que tener cuidado con el peronismo, que nació en el poder”.
El resultado de las elecciones es un tema
que, en general, se evitará en charlas y comentarios. No parece haber energía,
ni parece ser el lugar para balances o autocríticas. Pero frente a la pregunta
por la derrota, se vuelve a esa bronca “con la gente que vio mal, que se dejó
llenar la cabeza y compró puro marketing”.
Es lo que más se repite en la Plaza y lo que también en un rato, sugerirá
Cristina, cuando le reclame al pueblo que se haga cargo del ejercicio de su
voluntad soberana. Dirá casi lo mismo que ese “zurdo k” con su cartel escrito a
mano: “Uno vota lo que quiere, bancate la que se viene”. Ese argumento del
pueblo engañado, se sostiene además en la crítica a los medios. Acá vuelven a
tener ese lugar preponderante que el kirchnerismo develó por un lado y reforzó
por otro.
María de los Ángeles milita en La Cámpora
con su hermana Adelia. Viajó desde Tandil para venir a la despedida, y acá, en
la Plaza, se encontró con los integrantes de su familia que viven desperdigados
en La Plata, Buenos Aires y Azul. María
de los Ángeles y Adelia se alejan apenas de su columna, ubicada en el margen
derecho de la plaza, para escapar del sonido constante de los bombos. “La gente
se quedó con lo que compró por la tele, porque no le interesa saber cómo son verdaderamente
las cosas, no le interesa ver más finito. Creen que consiguieron la casa y el
auto porque se rompieron el culo. Y es verdad. Pero si no hay Estado que los
apoye, con romperse el culo no alcanza. Eso es lo que no entienden”, se queja.
A pesar de militar en La Cámpora, cuando
miran al futuro, ella y su hermana sólo imaginan la reconstrucción del
kirchnerismo de la mano del PJ. “No podemos construir separados y no tiene
sentido que los trabajadores se sientan lejos del peronismo otra vez”, dice Adelia.
A pocos metros de ellas, Martín, trabajador del Yacimiento Carbonífero de Río
Turbio, vestido con mameluco azul y un casco de “La Germán Abdala”, reclamará
casi lo mismo: “Necesitamos una unidad
pragmática”.
Los
más preocupados sienten la urgencia de organizarse pronto. Le temen a una
derecha inteligente, o más inteligente que la del pasado, capaz de llegar por
primera vez al poder a través de las urnas. Otros, en cambio, piensan en una
resistencia antes que en el armado. Creen que Macri “no va a durar nada” y
hasta confían en que su mandato termine antes de tiempo porque la gente va a
salir a las calles “a defender lo ganado”.
“¡Un año va a durar!”, gritará un hombre de
camisa transpirada antes de entrar al subte, cuando la marcha haya terminado.
“¿Qué digo un año? ¡Seis meses! ¡En seis meses renuncia!”, repetirá convencido.
A un costado, una mujer sonreirá, incrédula o melancólica.
En su cartel hecho a mano Camila escribió
las medidas del gobierno en temas de diversidad sexual y género, porque lo que
rescata de este tiempo es “la libertad”, el “no sentir miedo ni vergüenza”.
Estudiante del profesorado de Lengua y Literatura e hija de una costurera
kirchnerista, Camila vino a la plaza con Resistiendo con Aguante, Malvinas
Argentinas. La consigna surgió de un grupo de Facebook para la campaña, y como
sucedió con 678, logró condensar algo de su tiempo: ahora está en banderas,
pines, musculosas. “Siento dolor por lo que va a venir”, dice la joven de 23
años, bien adelante en la Plaza, cerca de la columna de Kolina. Camila imagina
un futuro oscuro, violento, fascista. Un futuro que es como un pasado dominado
por el pensamiento único y el autoritarismo.
Pero vos no tuviste la experiencia de ser
oposición, ¿no?
—No,
pero tengo la experiencia de ser pobre y ciudadana de segunda.
Este fue un año duro para la militancia
kirchnerista. Empezó con un fiscal muerto en un baño, un muerto político, y
terminó con esta derrota electoral que algunos definen “como una patada en la
cabeza”. Hay quienes encuentran ahí un orden o una explicación. Es un acto
reflejo que el kirchnerismo también mantuvo durante estos años: explicarse a
través de los ataques que recibe. Pero el año además fue duro por todo lo propio,
por la explosión de esos dramas clásicamente peronistas, el del mando y el de
la herencia.
Ese drama comenzó un poco antes, con la
aceptación paulatina de que no se había construido un candidato propio y que
Cristina ya no podría ser reelecta. En ese entonces, nadie hablaba de un final,
aunque esa posibilidad comenzaba a sobrevolar, así como el refugio de lo
“irreversible”. Más tarde, llegó el baño de humildad, la preparación para una
interna inexistente y la aceptación costosa de Daniel Scioli, del que tanto se
había desconfiado, como el elegido. “Es Scioli y es Zannini”, contestaban
entonces los militantes en los primeros actos del FPV. Votar a Scioli para que
gane el proyecto. Hacerlo como un voto (de confianza) para Cristina.
Ahora, esta Plaza, destina una parte de sus
agradecimientos al exgobernador de la Provincia. Ese reconocimiento como
compañero se verá plasmado en un cálido aplauso tras las palabras de la
Presidenta, y también en las opciones para el futuro, cuando se piensa en un
regreso:
—Yo
creo que perdimos con la nuestra y que tenemos que volver con la nuestra,
porque la famosa grieta es inevitable. Lo haremos de la mano de Cristina o con
otro que nos represente. Hoy ella es nuestra jefa, ella nos conduce y nosotros
aceptamos —dice Javier, docente de Avellaneda, ubicado en los canteros de la
Pirámide de Mayo.
Sus cincuenta compañeros de “Educadores en
el proyecto nacional y popular” coparon el colectivo 17. Entre ellos, estaba
también Nora, guardapolvo blanco, pelo rosa, un tatuaje sobre el contorno de la
oreja. Lo interrumpe:
—Después de doce años, no tenemos que
criticarnos tanto. Es inédito que estemos terminando con esta movilización
popular. Mauricio Macri quiso mostrarla a Cristina sometida y toda esta gente
vino a decir otra cosa. Podemos hacer autocríticas, no somos necios, pero a
María Eugenia Vidal se la votó “por buena” y “porque es cool”.
Pasadas las siete, la locutora anuncia el
comienzo del acto de la presidenta. Javier, Nora y otros miles se preparan para
esa última escucha en estricto silencio, como es la costumbre. Un padre sube a
su hija a los hombros mientras una mujer con la cara pintada de blanco y
celeste se trepa a la Pirámide; la ayuda un morocho sin camisa, que suelta el
fernet para tomarle la mano. Un dark de borceguís y bermudas negras abraza a su
novio, y al lado de ellos, una señora empieza a lagrimear de antemano, “por ese
baño de juventud, esa etapa tan feliz que se termina”. De fondo, la multitud
agita al canto de: “Argentina, Argentina”, “Patria sí; colonia, no”, “Mauricio
Macri la puta que te parió”. Es la antesala para un himno que se recibe con
coros, saltos y la V de Victoria.
El acto tiene un tono más bien sobrio. El
discurso de Cristina en la Casa Rosada contempla las “marchas y contramarchas
de la historia”, y sitúa al lugar natural de un militante junto al pueblo, y no
necesariamente en el gobierno. Afuera, para dirigirse a su gente, la Presidenta
elige en cambio la metáfora de la mirada. Se va, aclara, pudiendo mirar a los
ojos de los trabajadores, los niños, los científicos, los jubilados, los
universitarios, los comerciantes, los empresarios, los productores.
—¡Y de las amas de casa, Cristina! —le
grita una madre rodeada por sus hijos.
“De todos los argentinos”, concluye la
presidenta en una Plaza repartida en pequeñas comunidades de escucha, sobre
todo en el fondo de Avenida de Mayo, a donde no llega su voz, y la gente se
agrupa para compartir el sonido de una radio o de un celular.
Cristina se despide. En el cielo explotan
fuegos artificiales. Por unos instantes, se comparten la emoción y el llanto.
La gente se abraza con propios y extraños. Los que primero se recuperan
alientan a los otros con un “fuerza, compañero”. Uno, allá a los lejos, grita:
“Gracias, Néstor; gracias Cristina”. Repite esa frase usada como antesala de
tantas otras, que ahora, con el peso de la historia encima, vuelve decir algo.
—¿Un fin? No, no creo que este sea un fin —dice
Damián, mientras vuelve sobre sus pasos, por el centro de la Plaza, con su
mujer Aldana y sus dos hijas, a la par de una multitud que canta: “Vamos a
volver”. Es un cántico que seguirá sonando en los subtes, los bares y los
restaurantes hasta pasada la medianoche, cuando en otros barrios porteños de la
Capital suenen, en paralelo, cacerolas y bocinas por el fin del gobierno de
Cristina Fernández.
—No, no es un fin. Esto tiene que
convertirse en algo. Porque esta militancia que está acá nació de las entrañas
del pueblo.
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