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14.12.09

A propósito de los Pomar y la maldita policía

Reproducimos gran parte de este artículo por cuestiones de corrección que este blog prioriza en las notas que publica. De todos modos, el texto completo puede leerse en http://www.agenciacomunas.com.ar/nota.asp?notaid=65838

Por Hernán Jaureguiber y Bernardo Alberte (h), Agencia Comunas. El llamado “misterio de los Pomar” nos ha brindado una muestra más de nuestra patética realidad. Hallados los cuerpos y el automóvil a la vera del camino, en el lugar más obvio para encontrarlos a las pocas horas del accidente, su demora de 24 días es la muestra más palmaria del siniestro accionar policial y de su descontrol. Huelgan las palabras para describir la inutilidad de las fuerzas policiales para cumplir sus elementales tareas. ¡Que huérfanos de musas inspiradoras han quedado quienes se atrevan a abordar el género literario de la novela policial!
Lejos del genial Sherloock Holmes, nuestros sabuesos han demostrado que sólo tienen olfato para la mozzarella y los delitos de la prostitución y el narcotráfico, claro que en estos casos como socios del crimen.
Las autoridades políticas, muestran su inaniedad de recursos para conducir a los delincuentes de uniforme. Estas líneas no intentan teorizaciones sobre criminología, ni recetas contra la inseguridad, porque sus autores no tienen el conocimiento para brindarlas.
Sin embargo, sumando todos los casos irresueltos de investigación, prevención y represión del delito, resulta evidente que los agentes del orden vernáculos, únicamente sirven para reprimir protestas estudiantiles, sociales o desórdenes en recitales, sin siquiera lograr los básicos fines de dispersión de la multitud, pese a que en sus fallidos intentos, siempre despuntan su vicio de golpear salvajemente a individuos desarmados.
A la lista de fracasos policiales debe agregarse la impunidad y el escándalo en el procedimiento, que incluye sospechar a las propias víctimas, citando por caso, el del padre de la niña Sofía, detenido y sospechado al igual que ocurrió con Fernando Pomar durante estos 24 días.
Qué decir del destino del testigo Julio López. O de José Luis Cabezas. O de la Masacre de Ramallo. O el crimen de Kosteky y Santillán. Siempre la maldita policía involucrada directa o indirectamente. Imposible no sumar a la lista las vinculaciones en el caso Amia en donde se sospecha del comisario Palacios, devenido en la respuesta del jefe de Gobierno porteño para garantizar seguridad a sus vecinos.
Y entonces, frente al reclamo incesante de sectores de la población clamando ¡se-gu-ri-dad, se-gu-ri-dad¡ resulta una obviedad concluir que no puede esperarse un éxito en la materia, contando como sujetos activos de las medidas reclamadas a estos agentes impresentables.
¿Cuántas muestras más se precisan para saber que quienes deben garantizar la seguridad no saben absolutamente nada sobre el tema, ni son idóneos y además están involucrados en los peores crímenes que deberían combatir? No se trata de razones ideológicas de izquierda o derecha, como podría suponer un análisis sobre las causas del delito; o la necesidad (o vocación) de algunos sectores de reprimirlo a costa de cualquier medio. Se trata simplemente del análisis de la segunda opción, no respecto de su legitimidad ética, sino de su efectividad, aún prescindiendo de la exégesis moral.
Darle más poder de fuego o de operatividad a los elementos policiales es como darle un cuchillo a un simio, que sin dudas atacará a cualquiera, incluido su amo. De quienes no encuentran a 4 cuerpos desperdigados en 40 km, mal puede esperarse que encuentren a un asesino y mucho menos que lo aprehendan en movimiento.
Es inconsistente cualquier argumento que se dirija únicamente contra las autoridades civiles para fundar el descontrol de estas fuerzas, puesto que las condujeron desde menemistas fiesteros, hasta militares fascistas como el caso Rico, llegando a recontra derechosos como Macri, que se topa desde el inicio con el nada fino de Palacios y sus escandalosos espionajes sin poder controlarlo. Tampoco resultaron acertadas las políticas cuasiprogresistas como las intentadas por Arslanian, Juampi Cafiero, entre otros.
Es notorio que no depende de la conducción política, ni judicial, porque no esperarán que un ministro reemplace al custodio de una sucursal bancaria mientras éste manda mensajes de texto en vez de estar atento a la circulación de personas. Como tampoco puede pedírsele a la fiscal que recorra, a pie o a caballo, los 40 km donde fueron encontrados los cuerpos de los desdichados Pomar. Se podrá decir que las fuerzas deben ser purgadas, pero resulta a todas luces una tarea, por lo menos, sumamente extensa en tiempo que no evacuará las necesidades urgentes de los atemorizados clamantes de seguridad.
Por lo demás, la novel policía de la Ciudad de Buenos Aires, es el caso más patente de la imposibilidad de la purga, cuando la corrupción existe antes de que nazca la criatura. Por lo tanto es notorio que, si existen soluciones, estas no son sencillas ni pueden ejecutarse con la celeridad que espera parte de la población, mediante reclamos amplificados por los tendenciosos medios de comunicación. Estamos frente a un problema serio, que no parece de breve resolución.
Entonces, admitiendo que la apuesta es a largo plazo se impone el deber de analizar si no es más conveniente (por supuesto que además de ético) suprimir las causas que producen el delito antes que atacar al hecho ya consumado, puesto que esta tarea, aunque lenta también, parece menos difícil que enderezar a las fuerzas policiales.

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