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1.11.10

¿Quién le teme al Lobo Feroz?

Por Walter Goobar, Miradas al Sur. Con el cadáver de Néstor Kirchner aún tibio, los voceros rapaces del establishment mostraron sus afiladas garras. A escasos veinte minutos de la muerte del ex presidente, Eduardo Van der Kooy ya tenía subida su columna en la edición digital de Clarín, cargada de un triunfalismo mal disimulado.
En el impúdico análisis se puede leer la parte final donde expresa que estamos ante “un país condenado entre la tragedia y el drama”, luego de señalar la incertidumbre sobre el futuro del kirchnerismo ante el incipiente año electoral. Al día siguiente, el columnista continuó relamiéndose: “El deceso de Kirchner obligará a ahora a Cristina a un esfuerzo ingente para manejar la maltrecha maquinaria de poder que le dejó su marido como herencia. El denominador común sería, entonces, la concentración y el personalismo que el peronismo repite como una praxis que no le reditúa previsibilidad a la marcha de la Argentina”.
Ciertos príncipes de la ficción política ven la realidad compuesta sólo de dos elementos contradictorios que se van uniendo y separando indefinidamente, es un juego que ya inventaron los presocraticos, pero que los Morales Solá, los Fraga, los Van Der Kooy, los Blanck, los Grondona y los Fontevecchia han perfeccionado entre nosotros.
La misoginia rapaz de Rosendo Fraga tampoco se hizo esperar. En su columna de La Nación, este ex asesor del dictador Roberto Viola trata a la Presidenta como una esposa sumisa, sin poder de decisión. Fraga, de cuyo apellido proviene el término “fragote” que puso nombre a las asonadas militares en la que participaron sus antepasados y él mismo, se permitió elevar, con el muerto fresco, las condiciones a las que debería sumirse Cristina para ejercer el Poder. En este sentido, Fraga se limitó a intentar cerrar el círculo que inauguró el director de La Nación, José Claudio Escribano, cuando apenas asumido Kirchner en 2003 publicó en tapa el pliego de condiciones a las que debía someterse si quería completar el primer año de mandato: reacomodar las relaciones con el FMI, amnistiar a los militares, romper con Cuba.
Desde el mismo diario, Carlos Pagni recurrió a un procaz silogismo: si la muerte de Kirchner era comparable a la de Perón, Cristina es un equivalente de Isabelita, con lo que trató a la Presidenta de incapaz, de “dependiente emocional” y de “títere de su marido”.
El doctor Nelson Castro reduce la muerte de Kirchner a una patológica ambición de poder: “El caso del ex presidente expone, una vez más, la real magnitud de la enfermedad de poder. Es un mal que afecta a todos aquellos que se ubican en una posición de poder y que luchan por mantenerlo y aumentarlo. Es un mal que tiene un componente psicológico muy marcado, que potencia rasgos patológicos que cada uno de nosotros, como personas, tenemos y manifestamos en nuestra vida diaria”, escribió.
Es cierto que el poder desgasta... al que no lo tiene, pero no es menos cierto que el reduccionismo de este razonamiento troglodita también permitiría –por ejemplo–, explicar las elecciones sexuales en términos de salud o enfermedad.
En una nota titulada El triunfo cultural de Kirchner, Jorge Fontevecchia vaticina que “Cristina es la gran incógnita. Puede desarrollar resiliencia, asumir como presidenta plena y transformarse en candidata de su espacio político con mayores posibilidades de triunfo en las próximas elecciones que las que tenía su ex marido. O puede comenzar un proceso emocional que aterrice en el traspaso de poder en diciembre del año próximo con más o menos turbulencias, dependiendo de si se inclina al desapego de un duelo melancólico o al un nerviosismo de un proceso maniático”.
La derecha atraviesa un problema con la muerte de Kirchner: el cuento del Lobo Feroz, del Hombre de la Bolsa o del malvado de las historietas le resultaba funcional para seguir machacando con el mito del “aplastamiento de las instituciones”, el “clima de crispación y confrontación”, la “división de la sociedad” y todo el resto de fábulas utilizadas para ocultar la afectación de sus intereses y sus bolsillos. Paradójicamente, la muerte de Kirchner les permitió comprobar que estos relatos infantiles construidos con el mismo lenguaje de débiles mentales con que los adultos les hablamos a los niños cuando empiezan a descubrir el mundo, sólo sirvieron para asustar y engañar a aquellos adultos que pedían ser engañados, pero no idiotizaron a los jóvenes ni a los niños. Todo lo contrario.
Los Morales Solá, los Van Der Kooy, los Fraga y los Fontevecchia trasvistieron las fórmulas maniqueas de la literatura infantil –o de la historieta–, poblando a la Argentina de equivalentes modernos de reyes malvados, princesas encantadas, ogros infames. Suponen que sus lectores son tan cretinos como ellos mismos y escriben así para engañarlos con un mundo fantasioso y ajeno a ellos por completo.
Los jóvenes –que por lo general no entienden a los adultos–, comprendieron en cambio muy bien los motivos del Lobo Feroz, sobre todo porque el feroz y transgresor lobo Kirchner les permitió expresarse sin riesgos y sin hipocresía.
Aunque han perdido a su enemigo ideal, después de un tiempo prudencial e incierto los escribas de la derecha seguirán arremetiendo con sus relatos y sus fábulas para esmerilar a Cristina. Por las dudas deberían advertir que ahora hay una masa crítica de gente joven politizada y movilizada que no está para cuentos.
En ese sentido, uno de los legados más interesantes y efectivos que deja Kirchner es que obligó a partir aguas. Obligó a ponerse de un lado o de otro, cuando ya parecía imposible que la pasión política se reinstalara en este país.

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