La paloma de Duhalde
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Por Alicia Dujovne Ortiz, Página 12. Cuando yo era chica, mi madre, bolche si las hubo, solía referirse a un misterioso personaje llamado “pequeñoburgués”. A juzgar por el rictus de sus labios, el tamañito del personaje no la enternecía para nada. Además, la mención del pequeñuelo iba siempre acompañada por la palabra “prejuicio”. Un montón de cosas que a mí me encantaban eran desechadas categóricamente por formar parte del “prejuicio pequeñoburgués”. Con el correr del tiempo tuve por fuerza que admitir la existencia real del enanito, y comprender, de paso, que su pequeñez no sólo se relacionaba con su bolsillo, menos abultado que el del gran burgués, sino con las dimensiones de su cerebro. No es que la gran burguesía no tenga cerebro de mosquito, sino que el del pequeñoburgués se empequeñece en la medida misma de su terror a que los haberes se le reduzcan todavía más, y a pasar de medio o cuarto de burgués a pobre entero. La definición del pequeño burgués y de su prejuicio podría justamente ser: alguien con miedo.
¿De qué? De que el diferente no se le vaya a convertir en semejante o, más bien, de que él no se encuentre de buenas a primeras convertido en otro: pobre, negro y feo. Y maloliente, ya que estamos. Cuando Jacques Chirac quiso congraciarse con la mayoría de pequeñoburgueses prejuiciosos que integra su país, aludió a “los olores” de la inmigración. Lo mismo ha hecho Sarkozy con los gitanos, obteniendo como compensación un 60 por ciento de opiniones pequeñoburguesas favorables, y lo mismito, para decirlo en boliviano, acaba de hacer Macri.
La falta de ternura de mi madre hacia el personajito de marras se basaba en cierto conocimiento de la historia. ¿Cómo se arma un pogrom? Atizando el miedo de los pequeños y, créase o no, su envidia: ese judío ropavejero tiene más plata que yo, a ese negro de mierda lo ayudan con planes y a mí no. Siempre hay un Zar o un Führer que echa leña al fuego y siempre los punteros por ellos enviados con el objeto de excitar al pequeñoburgués encuentran las palabras justas para que el temeroso y/o envidioso, en general buen muchacho, buen padre y buen amigo, se vuelva criminal.
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