Los odiadoleros
El cacerolazo del 18-A, en Buenos Aires. | DYN
▪ Los cacerolazos contra el Gobierno se caracterizan por el alto nivel de agravio a la Presidenta y la insistencia en que se vive en una dictadura. A las expresiones de odio de los caceroleros, recientemente se sumó la fuerte presión a legisladores para que voten contra la reforma judicial. En Italia, el diario Corriere della Sera acaba de ser condenado por difamar a Cristina Fernández. En la Argentina, la calumnia y la injuria en casos de interés público ya no son delitos. Eso es más democracia.
Chorra, andate con Néstor (morite), Kretina, yegua. Son algunas de las expresiones que pueden leerse en los carteles que portan los caceroleros cada vez que marchan en contra del gobierno de Cristina Fernández, convocados a través de las redes sociales y los medios opositores.
Lo paradójico es que los mismos que portan esos carteles piden, a los
gritos y desencajados, diálogo, terminar con el odio y una vida en paz, y
condenan a la Presidenta por no “escuchar” a quienes no la votaron. Es decir,
piden que escuche a quienes la tratan de ladrona y desean que se muera.
¿Dónde está la génesis de tanto agravio incontenible e incontrolable? Las
nuevas consignas del 18-A, como “ya no cuentan la plata, ahora la pesan”,
tienen su origen en el primer programa del año de Jorge Lanata, en Canal 13, donde denunció al empresario
Lázaro Báez por lavado de dinero.
En el 8-N, el tema central fue la supuesta falta de libertad y la
equiparación del Gobierno con una dictadura, a raíz de las restricciones en la
compra de dólares, y el “no te tenemos miedo”, que surgió del recorte que, en
forma aviesa, hizo Clarín de una
frase presidencial.
En un cacerolazo anterior, los indignados porteños llegaron incluso a
pedir que la Presidenta haga conferencias de prensa, haciéndose eco del
“Queremos preguntar” de un grupo de periodistas opositores en el programa de
Lanata.
Aunque incongruente, el mecanismo resulta eficaz. Un periodista de La Nación trata de “converso” a Víctor
Hugo Morales por su apoyo a medidas del Gobierno nacional, mientras él y el
resto de la cofradía de Clarín acusan al Gobierno y sus simpatizantes de “no
tolerar al que piensa distinto”. Es lo que en psicoanálisis se llama
proyección, esto es la atribución a otra persona de los defectos o intenciones
que alguien no quiere reconocer en sí mismo.
Víctor Hugo, en su programa de radio Continental, consultó al juez Roberto Falcone sobre qué pasaría en otras democracias occidentales con manifestantes que porten carteles similares a los que se ven en los cacerolazos en la Argentina. En Alemania, por ejemplo, explicó Falcone, el código penal sanciona con hasta 5 años de prisión a quien injurie al presidente en un espacio público, reunión o mediante escritos, y hasta 10 años para quien amenace a miembros del Parlamento para que estos no cumplan con su funciones o para que lo hagan en un determinado sentido.
Este último punto viene al caso por la presión que ejercieron ONG, como Poder Ciudadano y Cippec, sobre 12 diputados para que votaran en contra de los
proyectos de democratización de la Justicia, con la colaboración de medios como
el diario La Nación, que publicó en
tapa los rostros de esos legisladores.
Ni hablar de la columna que escribió Elisa Carrió también en La Nación, en la que llamaba claramente
a impedir sesionar a la Cámara de Diputados el día en que debía tratarse la
reforma judicial. “Debemos impedir que sea ley, con nuestro voto los que
estemos adentro del recinto, y con la movilización popular los que estén afuera”.
Nadie quiere que los indignados caceroleros terminen en la cárcel por sus
consignas agraviantes e irrespetuosas, como podrían terminar si protestaran
contra Angela Merkel en las calles de Berlín. Eso les daría más sustento a los
delirios opositores y de los odiadores con cacerolas sobre la existencia de un
Estado dictatorial. Pero hay que recordar que fue este gobierno el que impulsó
la despenalización de la calumnia e injuria en casos de interés público, en
2009, un mes después de sancionada la ley de medios.
Recordar ese hecho tira por la borda cualquier equiparación del Gobierno
con un régimen autocrático. Por el contrario, en la despenalización de la
crítica subyace la idea de que los agravios, las ofensas, las difamaciones
contra las personas públicas y las instituciones deben enfrentarse con más
democracia y no con el código penal.
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