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27.10.11

Es la utopía, estúpido

Hernán Álvarez,
periodista



En 2004, se presentó la primera denuncia por delitos de lesa humanidad en Corrientes, cuando la era K recién comenzaba. Desde entonces, hubo mucho ruido en el país y el silencio se quedaba otra vez en el tiempo. Volvieron las ganas de sentir que todo es posible. Kirchner llegó al poder y supo reunir las demandas llenas de utopías.


Se aleja todavía más. Avanza un paso más, gana metros sin cesar, conquista y reconquista. Es tierna, corazón y mente, lucha y memoria, calle, barrio, pueblo, es linda, se hace fuerte y avanza todavía más. Es la utopía, estúpido.
Era agosto de 2004. Meses antes, el 24 de marzo, la Comisión de Derechos Humanos de Corrientes, familiares de víctimas, amigos y otros amigos, habían presentado la primera denuncia por delitos de lesa humanidad en territorio correntino, cuando la “era K” recién comenzaba. Kirchner, que había llegado de la Patagonia como uno más del peronismo contaminado por el menemismo en los 90, comenzaba a sorprender y a entusiasmar. Había razones para no creerle, pero también para creerle: echaba sus primeros fogonazos de razones y pasiones desde la cumbre más alta del poder político. Derogó, sin medias tintas, las leyes de la impunidad, del padecimiento, del horror, de la injusticia y entonces, otra realidad comenzaba a hacerse efectiva y también afectiva.
Desde entonces, hubo mucho ruido en el país y el silencio comenzaba otra vez a quedarse en el tiempo. Y revivieron la nostalgia y la esperanza, volvieron las ganas de sentir y pensar que era posible, que alguien había respondido a una demanda. Esa demanda, insatisfecha a lo largo de 25 años, persistió en la memoria. La memoria se ratificó entonces como la lógica de la construcción y reproducción del pueblo. La vida había doblado en la esquina y con ella también el miedo (otra vez) a que todo fracasara, a que sea solo un intento. Pero ese temor convivió en memorias con una sana y permanente contradicción: la utopía.
Una tarde de ese agosto, a las 3, confirmamos la noticia: el juez federal Carlos Soto Dávila, el menos  pensado para meterse en ese asunto, iba a ordenar la detención de siete represores en Corrientes. Juan Carlos Demarchi, Horacio Losito, Rafael Julio Manuel Barreiro, Cristino Nicolaides y otras figuras abominables de la sociedad y, por ende, fieles efectivos al plan sistemático de la dictadura, habían sentido el peso de la historia. Esa tarde, se habían convertido en “buscados” y al otro día, en detenidos. Pasaron varias cosas esa misma tarde, entre ellas, señales del terror que todavía pesaban (pesan): alguien ordenó levantar páginas completas en algunos diarios, y en otros recortar notas, quitar nombres y otras tramas y tramoyas que bajan a las Redacciones. La noticia era una bomba: se anunciaba la inminente detención. Era un hecho histórico en 20 años de democracia, en el contexto de una provincia dominada por una clase liberal que siempre comandó la Justicia, la política y los medios. Padecimos la censura una vez más. Hubo mucha insolencia esa tarde. No solo  la mayoría de los medios no publicó nada del asunto, sino que (es insólito) esos mismos medios se encargaron de hacer la repercusión de la noticia que no publicaron: dieron páginas completas a insolentes solicitadas firmadas por personajes de la política, la Justicia y el poder económico de Corrientes que no hicieron más que justificar el crimen, una perversión en defensa de los llamados “nuevos presos políticos”.
¿Cómo no creerle algo a Kirchner? Cuatro años después, la Justicia, que ya no era tan dominada por esa cierta clase dominante, echó otro fogonazo. El Tribunal Oral Federal de Corrientes dictó condenas de 25 años de prisión y perpetua, por la desaparición seguida de muerte de Rómulo Artieda y decenas de tormentos y otros delitos de lesa humanidad. Los jueces no eran los más indicados para revolver el pasado, pero Kirchner ya lo había hecho por ellos. “Se terminó la hipocresía”, había dicho un año antes cuando derogó Obediencia Debida y Punto Final. 
Después vinieron otros juicios más, pero esas solicitadas que habían salido a defender a capa y espada en un primer momento a los represores terminaron demostrando que no tenían tal capa ni tal espada. Se esfumaron y ratificaron su diferencia con el pueblo: la utopía.
Kirchner fue un político que llegó al poder y supo reunir las demandas llenas de utopías y contribuyó con la construcción de una cadena de equivalencias que se fue extendiendo cada día más (es como decir “codo a codo”), una cadena que se fortaleció guiada por una cada vez más emocionante utopía.
Un día antes del primer aniversario de su muerte, la Justicia dio otra noticia: condenó al Ángel de la Muerte y a otros demonios de la dictadura a prisión perpetua. Un día antes. ¿Homenaje en su nombre o casualidad del destino? Hay una razón para recordarlo. Esa tarde, la democracia castigó con justicia a los responsables de la desaparición del periodista Rodolfo Walsh, ese apasionado hombre del violento oficio de escribir, del mejor de los oficios terrestres.
La relación de Kirchner con la utopía es solo una razón para recordarlo en el primer aniversario de su sentida partida.

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