Buenos Aires y el país
El cacerolazo del 13 de septiembre fue, una vez más, un fenómeno porteño, aun cuando hubo manifestaciones en ciudades del interior. Es innegable que hay un sector de la sociedad que está muy enojado. No hay que descalificar ese enojo, ni subestimarlo. Pero tampoco hay que atribuirle una importancia que no tiene. En ese contexto hay que subrayar que la Capital Federal no representa a todos los argentinos.
Por Mempo Giardinelli, Página 12. La marcha de protesta del jueves 13 sigue dando que hablar. Y está bien, no hay dudas de que fue una manifestación significativa y a esas demostraciones siempre es necio ningunearlas. El Gobierno bien hará en tomar nota de algunos reclamos.
Por eso no importa si la manifestación fue mayor o menor de lo que muchos esperaban. Fue nutrida y se comprende, porque en realidad no tuvo nada de espontánea. Se preparó muy bien: desde dos semanas antes era notable el papel movilizador de las redes sociales, y además el macrismo –aunque lo niegue– fogoneó entre bambalinas. Lo cual es lógico: gobiernan la ciudad, el año pasado obtuvieron el 60 por ciento de los votos y el intendente Macri tiene ambiciones presidenciales. Habría sido estúpido no operar en las sombras, como ahora lo es negarlo.
Del mismo modo, habría sido más sincero admitir que estuvieron detrás de la marcha. De hecho, TN se pasó toda esa noche aupando a personajes patéticos, como un irrecuperable señor Fernández, el pobrecito señor Bárbaro y el astuto millonario colombiano que es un todo terreno para definiciones apocalípticas, hasta que “recibieron” una llamada dizque espontánea del señor Macri.
Eso explica que la inmensa mayoría de los manifestantes fueron contra el gobierno nacional, pero no dijeron una sola palabra de la censura a los maestros porteños, la desatención hospitalaria o el negociado del Hospital Borda, y nada de los subtes abandonados, ni la mugre y la contaminación de todo tipo que impregna a Buenos Aires. Con todo lo cual estoy diciendo que fue un fenómeno, una vez más, porteño.
Cierto que se reprodujo con asistencias variadas en algunas (pocas) ciudades del interior, pero fue un asunto porteño. Un movimiento político, como tantos otros que se produjeron y producen, de la capital del país. Donde vive entre el 10 y el 15 por ciento de la población, buena parte de ella aturdida por el sonido y la furia de la exasperación, el resentimiento y la ansiedad.
En el Chaco, por ejemplo, ese jueves a la hora de la marcha no pasó nada. Y en la mayoría de las provincias, tampoco. Y me parece válido el señalamiento porque ya es tiempo de que alguien les diga a las dirigencias porteñas que muchos argentinos, millones, estamos hartos de esa soberbia capitalina que se apropió de nuestro gentilicio y cree representarnos.
Cierto que no se puede tapar el cielo con un dedo, pero tampoco cabe darle dimensiones nacionales a todo lo que sucede en un distrito históricamente remiso a las continuidades democráticas. ¿O hay que recordarle al país que todos los golpes de Estado se gestaron y produjeron en Buenos Aires? Todos los fragotes, todas las protestas populares, todas las inestabilidades destituyentes y todos los festejos ligeros fueron y son allí. Como si llenar u ocupar la Plaza de Mayo fuese una gesta representativa de la voluntad de la nación argentina. No lo es.
Por eso no hubo cacerolazos importantes más que en media docena de puntos del país, precisamente allí donde se hace eco el discurso neoliberal de muchos nostálgicos de Videla y de Cavallo, de Menem y del uno a uno que nos fundió la economía. Pregunten en Córdoba o Mendoza, por caso.
Es innegable que hay un sector de nuestra sociedad que está muy enojado. No hay que descalificar ese enojo, ni subestimarlo. Pero tampoco hay que atribuirle una importancia que no tiene. En ese contexto hay que subrayar que Buenos Aires no nos representa y es hora de que lo digamos. El otro día, un flaco, en el bar al que suelo ir, hizo este comentario, obviamente en broma: “¿Viste Cataluña? Quieren independizarse. ¿Qué tal si ayudamos a los porteños a que hagan como Cataluña?”. Enseguida saltaron dos de otra mesa, que entre maníes y quesitos hicieron su aporte: “Aguante la independencia porteña”, dijo uno al que llaman Toto. “Macri presidente, pero de Boca Unidos”, se carcajeó un tercero, para provocar a los correntinos del otro lado del río. Hubieran visto las caras de la concurrencia, los comentarios.
Curiosamente, fueron dos porteños notables que suelen enfrentarse en el debate intelectual los que, en mi opinión, mejor leyeron la manifestación. Horacio González, agudo y sereno como siempre, reconoció la realidad y señaló con justeza las posibles luces amarillas que el kirchnerismo debería visualizar. Y Beatriz Sarlo, con lucidez y atenuada ironía, recordó que “la clase media no debe convertirse en una clase maldita”, pero señalando a la vez lo que definió como “el drama” con estas palabras: “Detestar al kirchnerismo no produce política. Y hoy, en cualquier lugar del mundo, afirmar la primacía absoluta de los derechos individuales (yo hago lo que quiero con lo mío) es una versión patética y arcaica de lo que se cree liberalismo”.
En una democracia, la oposición y todos los disconformes con el gobierno de turno tienen todo el derecho de organizarse, como también tienen el deber de hacerlo. La libertad en la Argentina es absoluta y para ellos sólo debiera tratarse, entonces, de que se preparen para ganar las próximas elecciones y después las de 2015. Si es que pueden. Y si no, acompañar, les guste o no.
Por Mempo Giardinelli, Página 12. La marcha de protesta del jueves 13 sigue dando que hablar. Y está bien, no hay dudas de que fue una manifestación significativa y a esas demostraciones siempre es necio ningunearlas. El Gobierno bien hará en tomar nota de algunos reclamos.
Por eso no importa si la manifestación fue mayor o menor de lo que muchos esperaban. Fue nutrida y se comprende, porque en realidad no tuvo nada de espontánea. Se preparó muy bien: desde dos semanas antes era notable el papel movilizador de las redes sociales, y además el macrismo –aunque lo niegue– fogoneó entre bambalinas. Lo cual es lógico: gobiernan la ciudad, el año pasado obtuvieron el 60 por ciento de los votos y el intendente Macri tiene ambiciones presidenciales. Habría sido estúpido no operar en las sombras, como ahora lo es negarlo.
Del mismo modo, habría sido más sincero admitir que estuvieron detrás de la marcha. De hecho, TN se pasó toda esa noche aupando a personajes patéticos, como un irrecuperable señor Fernández, el pobrecito señor Bárbaro y el astuto millonario colombiano que es un todo terreno para definiciones apocalípticas, hasta que “recibieron” una llamada dizque espontánea del señor Macri.
Eso explica que la inmensa mayoría de los manifestantes fueron contra el gobierno nacional, pero no dijeron una sola palabra de la censura a los maestros porteños, la desatención hospitalaria o el negociado del Hospital Borda, y nada de los subtes abandonados, ni la mugre y la contaminación de todo tipo que impregna a Buenos Aires. Con todo lo cual estoy diciendo que fue un fenómeno, una vez más, porteño.
Cierto que se reprodujo con asistencias variadas en algunas (pocas) ciudades del interior, pero fue un asunto porteño. Un movimiento político, como tantos otros que se produjeron y producen, de la capital del país. Donde vive entre el 10 y el 15 por ciento de la población, buena parte de ella aturdida por el sonido y la furia de la exasperación, el resentimiento y la ansiedad.
En el Chaco, por ejemplo, ese jueves a la hora de la marcha no pasó nada. Y en la mayoría de las provincias, tampoco. Y me parece válido el señalamiento porque ya es tiempo de que alguien les diga a las dirigencias porteñas que muchos argentinos, millones, estamos hartos de esa soberbia capitalina que se apropió de nuestro gentilicio y cree representarnos.
Cierto que no se puede tapar el cielo con un dedo, pero tampoco cabe darle dimensiones nacionales a todo lo que sucede en un distrito históricamente remiso a las continuidades democráticas. ¿O hay que recordarle al país que todos los golpes de Estado se gestaron y produjeron en Buenos Aires? Todos los fragotes, todas las protestas populares, todas las inestabilidades destituyentes y todos los festejos ligeros fueron y son allí. Como si llenar u ocupar la Plaza de Mayo fuese una gesta representativa de la voluntad de la nación argentina. No lo es.
Por eso no hubo cacerolazos importantes más que en media docena de puntos del país, precisamente allí donde se hace eco el discurso neoliberal de muchos nostálgicos de Videla y de Cavallo, de Menem y del uno a uno que nos fundió la economía. Pregunten en Córdoba o Mendoza, por caso.
Es innegable que hay un sector de nuestra sociedad que está muy enojado. No hay que descalificar ese enojo, ni subestimarlo. Pero tampoco hay que atribuirle una importancia que no tiene. En ese contexto hay que subrayar que Buenos Aires no nos representa y es hora de que lo digamos. El otro día, un flaco, en el bar al que suelo ir, hizo este comentario, obviamente en broma: “¿Viste Cataluña? Quieren independizarse. ¿Qué tal si ayudamos a los porteños a que hagan como Cataluña?”. Enseguida saltaron dos de otra mesa, que entre maníes y quesitos hicieron su aporte: “Aguante la independencia porteña”, dijo uno al que llaman Toto. “Macri presidente, pero de Boca Unidos”, se carcajeó un tercero, para provocar a los correntinos del otro lado del río. Hubieran visto las caras de la concurrencia, los comentarios.
Curiosamente, fueron dos porteños notables que suelen enfrentarse en el debate intelectual los que, en mi opinión, mejor leyeron la manifestación. Horacio González, agudo y sereno como siempre, reconoció la realidad y señaló con justeza las posibles luces amarillas que el kirchnerismo debería visualizar. Y Beatriz Sarlo, con lucidez y atenuada ironía, recordó que “la clase media no debe convertirse en una clase maldita”, pero señalando a la vez lo que definió como “el drama” con estas palabras: “Detestar al kirchnerismo no produce política. Y hoy, en cualquier lugar del mundo, afirmar la primacía absoluta de los derechos individuales (yo hago lo que quiero con lo mío) es una versión patética y arcaica de lo que se cree liberalismo”.
En una democracia, la oposición y todos los disconformes con el gobierno de turno tienen todo el derecho de organizarse, como también tienen el deber de hacerlo. La libertad en la Argentina es absoluta y para ellos sólo debiera tratarse, entonces, de que se preparen para ganar las próximas elecciones y después las de 2015. Si es que pueden. Y si no, acompañar, les guste o no.
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