Ayotzinapa, el nombre del horror
Manifestación en México por los 43 normalistas. | Marco Ugarte/AP.
Rossana
Reguillo Cruz | Anfibia
▪ La desaparición de 43 estudiantes en México parece haber sacudido de raíz la indiferente convivencia con la muerte violenta que se ha paseado en estos territorios. Un huracán de rabia y desconcierto recorre la geografía de sur a norte. Ya no se puede esconder que la narcopolítica capitalista controla buena parte del paisaje nacional mexicano.
De
entre los innumerables carteles, pancartas, dibujos que los manifestantes de
Occupy Wall Street han venido utilizando, hay uno que me sigue pareciendo
especialmente relevante para entender la atmósfera de la época convulsa que
atravesamos. La portaba un joven menor de 20 años, en la primera toma del
puente de Brooklyn allá por los intensos días de octubre de 2011. A paso lento
y sin mezclarse con otros manifestantes, el rostro de ese joven me impresionó
para siempre, mitad tristeza enorme, mitad enojo sin límite, su pancarta decía:
If you are not angry, you are not paying attention. Cuando la ola de
indignación empezó a crecer en México a raíz del ataque a los jóvenes
normalistas de Ayotzinapa el 26 de septiembre pasado, recordé con nitidez
aquella pancarta: si no estás enojado, es que no estás prestando atención. Ese
26/9, por la noche, estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos
del pueblo de Ayotzinapa viajaron a la ciudad de Iguala. Allí, la esposa del
alcalde José Luis Abarca daría su informe de gobierno. La policía reprimió a
los estudiantes. Hubo bala, muertos, heridos y desaparecidos. Los policías
municipales detenidos dijeron que los más de 40 estudiantes desaparecidos
habían sido entregados por ellos a sicarios del cártel Guerreros Unidos.
Dijeron también los Guerreros Unidos habían prendido fuego a los estudiantes y
los habían enterrado en varias fosas.
Una
de las hipótesis es que los señores del narco, en colaboración con las
autoridades locales, policías y un presidente municipal –que milita en las
filas del Partido de la Revolución Democrática– hoy en fuga y vinculado a los
Guerreros Unidos (*), no están dispuestos a tolerar otro grupo armado en la
región, es decir el ERPI (Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente), una
guerrilla que dicen, recluta sus cuadros en las Normales. Así, dice la
hipótesis, el ataque, asesinato y desaparición de los normalistas es un
“mensaje” del narco-estado a la guerrilla. El saldo de Ayotzinapa, no hay un
mejor modo de nombrar hoy el horror, es de: 6 muertos (uno de ellos,
desollado), 5 heridos de gravedad (dos al borde de la muerte) y la desaparición
forzada de 43 estudiantes; un presidente municipal en fuga, un gobernador al
filo de la navaja, un palacio de gobierno en llamas, una presidencia terriblemente
cuestionada ya no solo por los mexicanos, sino además por la comunidad
internacional y algunos de esos elefantiásicos organismos –como la ONU- que se
han pronunciado con fuerza sobre el “caso” y el saldo sigue creciendo y
creciendo, sin control, sin que aparezca un gesto o algo que medianamente se
vislumbre como estrategia de contención, ya no digamos de voluntad política de
esclarecer y aplicar la justicia.
Este
brutal acontecimiento parece haber sacudido de raíz la indiferente convivencia con
la muerte violenta que se ha paseado en estos territorios con carta de
ciudadanía. Un huracán de rabia y desconcierto recorre la geografía de sur a
norte, mareas humanas formadas principalmente por jóvenes estudiantes han
caminado las calles de decenas de ciudades del país y, en muchos casos, tanto
algunos corresponsales extranjeros como muchos ciudadanos, abren los ojos sin
aliento, como si estuvieran frente a hechos que parecen inéditos, pero no, no
lo son. Aunque inédita sea la cruda y aterradora evidencia del grado de
descomposición en las estructuras del Estado, que no puede ya esconder en
ningún boletín de prensa, en ninguna declaración, pose, o lamentación que la
narcopolítica capitalista controla buena parte del paisaje nacional. Pero quizás lo más relevante de Ayotzinapa
–el nombre del horror– es que ha obligado a México a prestar atención. Se
prestó poca atención a las fosas clandestinas que fueron convirtiéndose en
noticia cotidiana, 69 cuerpos en una, 15 en otra, 11 en una más; como si se
tratara de accidentes geográficos, esas heridas en la tierra, pasaron a formar
parte de un vocabulario que instauró el horror como normalidad. Los daños
colaterales: en esas fosas hay cadáveres, muertos, calcinados, no personas. Y
el espanto aumenta cuando sabemos que muchos de ellos no serán jamás
identificados, porque en este país que no presta atención, no hay protocolos
para reconocimiento de ADN, adecuados, porque aunque hay una guerra, los
gobiernos en turno no la reconocen, por sus costos políticos. Desde 2007 y sólo en tres estados, Tamaulipas,
Guerrero y Jalisco, 460 cuerpos han sido “recuperados” de estas fosas,
vertederos secretos de ese poder oscuro, que “levanta” (secuestra) personas,
enemigos o no, a plena luz del día y con ese mismo poder, los desaparece. Hemos
llegado a tanto que el procurador general de la República, el priista Jesús
Murillo Karam, salió a decir, casi aliviado, que los 28 cuerpos encontrados en
las primeras fosas clandestinas “descubiertas” en Iguala (la ciudad donde se produjo
el último ataque a los normalistas y donde fueron detenidos por la policía
municipal un número no determinado de estudiantes, entre los que se encuentran
los 43 desaparecidos), no correspondían a los de los normalistas, puf, ¿alivio?
Quiénes
son entonces esas 28 personas, desde cuándo están ahí, por qué. Las preguntas
se atragantan. No se prestó atención a la cifra escalofriante que indicaba que
tan solo en 2012 habían fallecido 20 658 jóvenes por causas violentas. La
muerte por agresión para hombres y mujeres alcanzó en ese año el 44,1%, 16 298
vidas jóvenes segadas por las violencias directas que azotan este país. Estos
datos a los que se sumaban otros, muchos datos terribles que se fueron
acumulando desde 2006, deberían haber bastado para declarar un estado de
emergencia nacional. Pero no fue así. En
estos días terribles, ha dicho Javier Sicilia, el poeta que dejó de serlo por
el dolor que lo atravesó sin aviso, cuando su hijo fue ejecutado, que “el PRI
creyó que podría administrar el infierno”. Nada más cierto. Si la
administración de Felipe Calderón (PAN) desató con absoluta irresponsabilidad
el infierno, la administración de Enrique Peña Ñieto (PRI) apostó al silencio,
al amordazamiento, a la soberbia imperdonable de creerse capaces de gestionar
el horror, sin salpicarse. Quizás por la necesidad de no hacer el recuento
cotidiano de los muertos y los desaparecidos, quizás por una necesidad de
cerrar los ojos, muchas y muchos ciudadanos pensaron que la desaparición del
tema de la violencia de las páginas de los principales diarios del país, de las
televisoras y noticieros radiofónicos, significaban un avance en la “guerra
contra el narco”. No hacer olas. Pero despertamos y la violencia y el poder
oscuro de la narcomáquina, esa articulación terrible entre los poderes
propietarios (políticos, económicos, delincuenciales), seguía ahí. La evidente
relación del presidente municipal de extracción perredista, José Luis Abarca
Velázquez, con el crimen organizado, la participación de las policías municipales,
la indiferencia del Ejército, cuando los estudiantes pidieron ayuda, nos han
obligado a prestar atención.
Pasaron
años y años, meses y días en los que era más cómodo no saber, ignorar, pasar la
página; algunas y algunos, desde el periodismo de investigación, desde la
academia, desde el activismo social, insistimos en que el crimen organizado
solo puede crecer en medio de una sociedad desarticulada y atemorizada, con
miedo a desobedecer el orden paralelo que abre ese poder. Nadie lo sabe a ciencia
cierta todavía, pero quizás los estudiantes de la escuela normal rural son
parte de esa violencia disciplinante o ejemplarizante a la que acude este poder
para seguir reinando en el terror. Y es otra vez Sicilia el que pone la clave
para descifrar por qué Ayotzinapa, el nombre del horror, nos obliga a poner
atención. Dice el poeta que dejó de serlo: “Cierro los ojos y miro a mi hijo,
ese muchacho noble. Con su angustia, aterrado, esperando que unos tipos lo
vayan a matar. Ese instante me duele mucho, en el que uno que se parece a ti te
arranca la vida. La memoria es terrible. Ya sucedió, pero sigue sucediendo. Ya
pasó, pero no”. Y es cierto, Ayotzinapa, el nombre del horror, es un instante
que sigue sucediendo. Julio César Mondragón, ese joven al que le desollaron el
rostro y le vaciaron las cuencas de los ojos, es un instante que sigue
sucediendo; como sigue sucediendo cada día, cada tarde, cada noche, la tristeza
y el dolor infinitos de esas madres, como Letty, Lupita, o Margarita Santizo
que fue a morirse sin encontrar a su hijo desaparecido y pidió ser velada
frente a la Secretaría de Gobernación, en un último deseo, quizás, de hacerle
saber a la autoridad, lo que significa ese instante que sigue sucediendo, en un
país que no presta atención.
(*) Cuando se
escribió el artículo, el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa,
María de los Ángeles Pineda, estaban prófugos. Ambos, acusados por la
desaparición de los 43 estudiantes, fueron capturados el 4 de noviembre, en la
zona de Iztapalapa, en el Distrito Federal.
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